Madrid, 20 de julio de 2010.
Móviles, ordenadores, impresoras, televisores… La tecnología moderna puede matar. Según la ONU, cada año generamos cuarenta millones de toneladas de basura electrónica. Y todo acaba en el Tercer Mundo, en gigantescos basureros tóxicos como éste de Agbogbloshie, en Ghana.
Agbogbloshie es un microcosmos dentro del país. El viejo río Densu, que lo atraviesa, destila muerte y desprende olores nauseabundos. Este barrio marginal, al que se puede llegar a pie desde el centro de Accra, la capital, se ha convertido en un nuevo cementerio para los millones de ordenadores, televisores, impresoras y teléfonos móviles que llegan, sin control y seriamente dañados, desde Europa y Estados Unidos, cruzando las porosas fronteras de este país del oeste africano.
«Este lugar es como el fin del mundo. Todo es tóxico y está contaminado: el suelo, la tierra, el aire y el agua.» Mike Anane repite una y otra vez esta consigna. Es un activista local que lleva más de siete años denunciando las consecuencias medioambientales y sanitarias que provoca la acumulación en el barrio de toneladas de basura electrónica (en inglés, e-waste). Según sus propios cálculos, unas tres mil personas trabajan a diario en el vertedero; en su mayoría, niños. «La salud de los chavales está en serio peligro porque se exponen cada día a materiales tóxicos como el plomo o el cadmio, que se acumulan en el cuerpo, afectan al sistema nervioso y provocan, con el tiempo, enfermedades respiratorias y cancerígenas.»
Isaiah es uno de esos niños que deambulan por el vertedero de Agbogbloshie. A sus trece años, ya sabe lo que es trabajar doce horas diarias para ganar uno o dos cedis (menos de un euro al cambio). Sus únicas herramientas son una pequeña bolsa de nailon y sus manos desnudas, con las que rastrea entre la chatarra en busca de cobre y aluminio. Sabe dónde encontrarlo; aunque para ello tiene que emplearse a fondo, quemando los cables de los equipos informáticos en hogueras incontroladas. «Sé que el humo que respiramos –confiesa con la resignación propia de un adulto– es muy dañino, contamina la sangre, pero necesitamos el dinero.» Isaiah es el único varón de la familia. Nunca conoció a su padre y ahora vive con su hermana mayor y su madre, que lamenta «que sólo puede ir a la escuela cuando hay comida suficiente y dinero para pagar los cuatro euros semanales del alquiler… [de la choza de madera en la que residen]».
La veteranía también es un grado en Agbogbloshie. Todos conocen a Mohammed Hassan. Lleva dos décadas instalado en el vertedero, no muy lejos de un mercado de fruta y carne que languidece. Ahora dirige su propio negocio. Vende equipos de música, DVD y piezas sueltas de ordenadores. Nada funciona, pero sus componentes tienen un precio. Los metales de su interior, una vez extraídos y sometidos al juicio de la báscula, se cambian por unos céntimos. «Por un kilo de cobre –explica un chatarrero de apenas nueve años– podemos ganar un euro; por el aluminio, el acero y el latón nos pagan la mitad.» A Mohammed le incomoda hablar de los menores. «Yo no trabajo con niños», asegura de forma tajante. El trabajo infantil en la zona, sin embargo, es una práctica asumida, aunque rara vez se comenta.
Responsabilidad colectiva. Ghana atesora el dudoso honor de ser uno de los nuevos refugios para los cargamentos ilegales de basura electrónica, siguiendo la estela de otros países como China, la India, Pakistán, Indonesia o Nigeria. A pesar de que existen convenios internacionales amparados por Naciones Unidas, como el de Basilea –no suscrito por Estados Unidos–, o directivas europeas que prohíben expresamente la exportación de residuos electrónicos a países en vías de desarrollo, el movimiento transfronterizo de e-waste se ha disparado en los últimos años.
Greenpeace ha denunciado en varios informes la facilidad con la que este material tóxico cruza las fronteras. Se importa como «mercancía de segunda mano». Los controles aduaneros «son un coladero», se lamenta Lambert Faabeluon, subdirector de la Agencia de Protección Medioambiental de Ghana (EPA). Conforme a sus propias estadísticas, el 75 por ciento del material tecnológico que llega al puerto de Tema, el más importante del país, no funciona. «Cada semana recibimos más de 25 contenedores llenos de material defectuoso que no se examina antes de ser desembarcado –explica, con cierta impotencia, este funcionario–. En África queremos cosas que funcionen, no más basura.»
Según la ONU, la basura electrónica que genera el planeta se incrementa cada año en 40 millones de toneladas. Pero ¿quién es el responsable de su distribución?, ¿quién ha encontrado un nuevo negocio en la pobreza? La respuesta no es sencilla. «La responsabilidad es colectiva –afirma Nick Nutall, portavoz del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA)–. En esta historia hay muchos actores implicados: primero, los fabricantes, que deben eliminar de sus productos los materiales más contaminantes; luego, están las autoridades locales, que no hacen nada para evitar este comercio ilegal; y, en último lugar, el propio consumidor.»
Reciclar un viejo ordenador siguiendo los protocolos medioambientales supone un coste elevado para las empresas. Enviarlo a través de intermediarios a países como Ghana o Nigeria puede ser un verdadero negocio. «Sólo en Estados Unidos hay centenares de empresas falsas de reciclaje –revela Jim Puckett, director ejecutivo de la ONG Basel Action Network, con sede en Seattle–. Son empresas privadas que en un 80 por ciento no reciclan nada y se dedican a llenar contenedores para exportarlos después, en rutas marítimas, a países en vías de desarrollo.»
Un negocio arriesgado. En Accra han proliferado las tiendas de segunda mano. Forman parte del paisaje urbano, especialmente en barrios comerciales como Newtown. «Hasta hace dos años –comenta Frederic, propietario de una de estas tiendas– la demanda de ordenadores en Ghana ha sido de las más altas de África. La gente no puede pagar equipos nuevos y viene aquí.» Frederic compra el material en Suecia, pero la mayoría de los vendedores de la ciudad acude al puerto y adquiere los productos a simple vista. «No podemos comprobar si funcionan –se queja uno de ellos–. Es un negocio arriesgado. Te juegas el dinero. Unas veces ganas, pero otras muchas sólo compras chatarra y pierdes lo que has invertido.»
La escena se repite en cada esquina. Las calles, convertidas en escaparates. Suena música hip-hop. La mercancía se amontona: pantallas de televisión de todos los tamaños, ordenadores golpeados, equipos de música polvorientos y frigoríficos destartalados. Todo está a la venta. Los empleados de las tiendas se afanan en arreglar tanto desperfecto. Si algo no funciona, acabará en manos de los jóvenes chatarreros. Los mismos que cada día recorren la ciudad, empujando carros de madera rebosantes de basura electrónica por la que han pagado un precio ridículo. Su destino: el vertedero de Agbogbloshie. La historia vuelve a empezar. El círculo se cierra.
Fuente: Revista XLSemanal. Número 1186, del 18 al 24 de julio.